Temos xa na nosa Biblioteca este precioso libro de Jordi Sierra i Fabra, autor suficientemente coñecido entre nós polas súas novelas xuvenís e moito menos polo seu labor solidario en Latinoamérica. A acción é aparentemente trivial: un ano antes de morrer, o escritor checo atopa no parque unha nena desconsolada, e apesar da súa inexperiencia e certa aversión aos cativos, Kafka vese obrigado a inventar unha historia, tal vez a máis tenra e máxica de todas as que creou.
Recomendamos entusiasmados este libro, Premio Nacional de Literatura Infantil e Xuvenil o ano 2007, do que reproducimos a seguir un fragmento do capítulo ou parte segunda.
"Franz Kafka se detuvo delante de la niña.
—Hola.
La niña dejó de gritar, pero no de llorar. Levantó la cabeza y se encontró con él. En su desesperada crispación ni siquiera le había visto acercarse. Los ojos eran dos lagos desbordados, y los ríos que fluían de ellos formaban torrentes libres que resbalaban por las mejillas hasta el vacío abierto bajo la barbilla.
Hizo dos, tres sonoros pucheros antes de responder:
—Hola.
—¿Qué te sucede?
No lo miró con miedo. Pura inocencia. Cuando la vida florece todo son ventanas y puertas abiertas. En sus ojos más bien había dolor, pena, tristeza, una soterrada emoción que la llevaba a tener la sensibilidad a flor de piel.
—¿Te has perdido? —preguntó Franz Kafka ante su silencio.
—Yo no.
Le sonó extraño. “Yo no". En lugar decir "No" decía "Yo no".
—¿Dónde vives?
La niña señaló de forma imprecisa hacia su izquierda, en dirección a las casas recortadas por entre las copas de los árboles. Eso alivió al atribulado rescatador de niñas llorosas, porque dejaba claro que no estaba perdida.
—¿Te ha hecho daño alguien? —sabía que no había nadie cerca, pero era una pregunta obligada, y más en aquellos segundos decisivos en los que se estaba ganando su confianza.
Ella negó con la cabeza.
"Yo no".
Estaba claro que quien se había perdido era su hermano pequeño.
¿Cómo permitía una madre responsable, por vigilante o atenta que estuviese, dejar que sus hijos jugaran solos en el parque, aunque fuese uno tan apacible y hermoso como el Steglitz?
¿Y si él fuese un monstruo, un asesino de niñas?
—Así pues, no te has perdido —quiso dejarlo claro.
—Yo no, ya se lo he dicho —suspiró la pequeña.
—¿Quién entonces?
—Mi muñeca.
Las lágrimas, detenidas momentáneamente, reaparecieron en los ojos de su dueña. Recordar a su muñeca volvió a sumirla en la más profunda de las amarguras. Franz Kafka intentó evitar que diera aquel paso atrás.
—¿Tu muñeca? —repitió estúpidamente.
—Sí.
Muñeca o no, hermano o no, eran las lágrimas más sinceras y dolorosas que jamás hubiese visto. Lágrimas de una angustia suprema y una tristeza insondable.
¿Qué podía hacer ahora?
No tenía ni idea.
¿Irse? Estaba atrapado por el invisible círculo de la traumatizada protagonista de la escena. Pero quedarse... ¿Para qué?
No sabía cómo hablarle a una niña.
Y más a una niña que lloraba porque acababa de perder a su muñeca".
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